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Rocío Caballero y su bestiario humano

Es muy estimulante que una obra pictórica originalmente de naturaleza fantástica, como la de Rocío Caballero, se haya tornado tan crítica como irónica en la segunda década del siglo XXI, pero lo es mucho más, que su formación realista academicista haya transfigurado su idealismo inherente en un vehículo de impacto social. Poseedora de una gran destreza técnica y de la voluntad que exige el meticuloso proceso de su figuración, el conflicto que ella debió afrontar para realizarse fue el de todo artista mexicano joven en los años ochenta enfrentado a la posmodernidad desde una cuestionable modernidad: encontrar lo propio y expresarlo cuando el arte tendía a revertir la supuesta linealidad de su desarrollo histórico y a tomar del acervo del arte de todas las épocas y latitudes, aquello que pudiera contribuir en la construcción del sentido de un lenguaje y un discurso personales.

Esto implica que la pintura de Rocío Caballero empezó a tener personalidad propia durante lo que se llamó en los años ochenta “regreso a la pintura” (dando por hecho su improbable abandono), lo cual resultaba desafiante debido a que ya se había consolidado el dominio del arte-objeto, la instalación, la intervención, el video arte, entre tantas otras disciplinas y “expansiones” cuyos poderes siguen en auge hasta hoy. Tal parece que por su énfasis en la anatomía humana, por sus referentes clásicos y por su figuración de vinculaciones entre humanos y seres mitológicos, su pintura bien podría caber en lo que Charles Jencks (el famoso exégeta de la posmodernidad) denominó “clasicismo alegórico”. Sin embargo, si la pintura de Rocío Caballero se confrontara con la de Bruno Civitico o la de Claudio Bravo o la de Carlo Maria Mariani, que representaron esta modalidad, se constataría que sus fantasías a veces románticas, a veces fantásticas, a veces descarnadas, fueron concentrándose gradualmente con los años ante la necesidad de implicar un discurso contemporáneo, asimismo alegórico, pero consciente de su posición ante los signos generados por las demás disciplinas artísticas.

 Su espíritu crítico, o mejor dicho, el tono irónico de su relato ha estado presente o latente desde sus primeras obras, a veces aplicado a la condición histórica de la mujer en su relación con la del hombre, pero tratada como un mito para trascender circunstancias temporales. Sea en el pasado para actualizar su sentido, sea en el presente para denostarlo, sea en el futuro para imaginarlo mejor, Rocío Caballero ha manejado realmente conceptos como la fuerza y el equilibrio, virtudes como la templanza y debilidades como la indolencia, a los cuales ha dedicado una serie prolongada por décadas.

Todo ello ha constituido un largo proceso del cual conserva algunas constantes hasta hoy, entre otras la figura del joven oficinista urbano enmascarado en situaciones absurdas o infantiles, casi siempre manipulando tiras de papel recortado en series de siluetas humanas, posibles metáforas de la clonación o uniformación o mecanización deshumanizante. Si éste fue el inicio de su crítica del poder (o más directamente, de la indiferencia y la corrupción del poder), con el tiempo se potenciaría y se proyectaría a múltiples estratos de significación.  

Una clave de acceso a la pintura realizada por Rocío Caballero en la segunda década del siglo XXI, es su apropiación virtual o paráfrasis de obras icónicas del siglo XX que, como Los trasnochadores (1942) de Edward Hopper, que constituye la atmósfera nocturna de su Espantapájaros (2013), El hombre de fuego (1939), de José Clemente Orozco, que es el fondo de Lección 25. Biclón (2010), su alusión a Ciudad de México (1945), de Juan O’Gorman, en Disertaciones de altura (2013), o en fin, su “versión” de La lección de anatomía, de Rembrandt, o de un autorretrato (Me quiero morir, 1985) de Julio Galán, no sólo demuestran el dominio técnico de la autora sino el cambio de sentido del original conforme a valores contemporáneos. Sin embargo, su apropiación más duradera ha sido la del yuppie, figura central de un conjunto de pinturas expuestas bajo el título De crimen y sin castigo. La figura del yuppie (Young Urban Professional) proviene de Guerras corporativas (1982), altorrelieve en aluminio colado, del norteamericano Robert Longo, referido a los especuladores de Wall Street cuyas batallas sucias ocasionaron el desplome de las bolsas de valores de todo el mundo en 1987. Individual o colectivamente, el yuppie de Rocío Caballero representa, igual que su modelo, a la clase en el poder empresarial o el social o el político, pero a diferencia de algunos de los artistas de su generación, ella no confunde su pintura con el cartón político, sino que refrenda su vocación de fabulista por su capacidad de penetración más profunda y duradera, validándola mediante las impresionantes pinturas a que dio lugar. Al asimilar su esencia, le fue posible aplicarla a múltiples situaciones, además de añadir otros elementos, como son las máscaras de animales (perro, burro, cerdo, chimpancé, etc.). Símbolos de autoritarismo (como el nazi), los yuppies de Rocío Caballero están en todo lugar y condición, igual que su prepotencia. Aunque localmente sus impecables trajes a la moda le vendrían bien a los políticos, su potencial proyectivo es muy amplio, pues los títulos de los cuadros reunidos en De crimen y sin castigo remiten a campos más sensibles que el de la política corrupta.  Anaideia (desvergüenza, cinismo), 2015, por ejemplo, puede leerse como una alegoría de la manipulación o animalización de las masas; La marcha de los indolentes (2015) como La Parábola de los ciegos (1568), de Breughel el Viejo, e Impunidad e indolencia (2015) como la puerilización y, a veces, la bestialización del poder. Pero la manera más lúcida de apropiación es la de su interiorización y su proyección a un discurso totalmente ajeno a su modelo, como La búsqueda de la ataraxia, es decir, la búsqueda de la quietud absoluta, ideal de los sabios, lo cual tiene su reverso sardónico si se piensa que su referente original fue una alegoría de la guerra; o bien, la aguda ironía de titular Noé (2014) un cuadro que presenta realistamente un escenario con cabezas de animales de caza mayor, disecados y colgados de la pared, de espaldas a la cual posa displicentemente el posible cazador o, al menos, el constructor del arca bíblica, lo cual implicaría el exterminio de la vida animal en el planeta. Pese a las grandes diferencias formales entre Noé y LA LECCION 9. Omnipotencia (2013), en realidad esta última sólo consistió en la figuración de una escenografía distinta, ahora realmente brutal, para quien posó pedantemente para esta alegoría del abuso del poder. Sin embargo, es El espantapájaros un ejemplo de la complejidad a que tiende cada vez más la pintura de Rocío Caballero. Por supuesto, ésta debe tener una clave personal de interpretación, pero como no es evidente –como tampoco lo es ninguna de sus obras pese a su aparentemente libre acceso‒, provoca el placer de acercarse a ella haciendo conjeturas. ¿Qué hace un espantapájaros humano parado en la calle de una ciudad norteamericana en plena madrugada? Seguramente, enigmar. Si éste es un acertijo, por los tips que aportan otras pinturas de la misma serie, podría aventurarse que las tazas que el hombre sostiene en sus brazos no son de café, sino de intereses (cambiando su grafía), y los pájaros posados sobre éstas evidencian la imposibilidad de asustarlos; sin embargo, siempre resultará mejor enigmarse e, incluso, participar a distancia de los procesos mentales y sensoriales que desembocaron en esa imagen, lo cual bien puede ser el objetivo más profundo.     

Lejos de descalificar a la pintura academicista como arte contemporáneo, por contraste con el actual dominio del posconceptualismo que ha prescindido de la representación o del “ilusionismo” a favor de la nihilismo de la presentación, sus atributos privativos se han pronunciado, y no sólo por su capacidad de comunicación “retiniana”, sino también por su crecimiento interno que muestra que la pintura ha sido conceptual desde siempre. Si se siguen realizando vocaciones pictóricas como la de Rocío Caballero, significaría que todavía hay mucho que aportar a su caudal milenario y, sobre todo, que no es la disciplina en sí, sino la calidad del pensamiento que la impulsa lo que la legitima. Rocío Caballero ha creado un imaginario y un estilo pictórico absolutamente propios, de lo cual muy poco arte contemporáneo podría ufanarse.  

Luis Carlos Emerich  

Texto publicado en el libro

Rocío Caballero. El consumado arte de soñar

2017

© 2013 by Rocio Caballero All rights reserved.

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